Aún

En la tarde -como en todas las tardes después de leer- Ana miraba por la ventana al árbol muerto frente a su casa; ensimismada, absorta. Su pensamiento viajaba sin rumbo entre los innumerables brazos marchitos de aquel árbol majestuoso y terrible. Se había cansado de esperar que algún día volviera de la muerte y ya no pensaba más en él. Solo se sentaba a mirarlo y su mente caminaba por entre sus ramas sin nunca tocarlas.

Como no esperaba a nadie –pues hace mucho ya, que no esperaba– el sonido de la puerta tras de sí la hizo estremecer. Le pareció como un crujido proveniente de otra época. Un sonido que recordaba en alguna esquina muy apartada de su memoria, a pesar de ser joven aún.

Miró atrás lentamente, atemorizada. La puerta estaba apenas abierta. “¿Hay alguien ahí?”- preguntó. El silencio que inició luego de que sus palabras se extinguieran fue perturbador. Miró alrededor, el vacío de aquella solitaria habitación sin amoblar y el silencio la llenaron de terror.

Se quedó por largo tiempo esperando, con sus sentidos muy afinados. Esperando el menor movimiento, algún ínfimo susurro, un olor. Con la espera, el espacio se hacía más grande y el silencio más aturdidor. Se cansó de esperar y se puso en pie, dejando caer un pedazo de papel que tenía sobre su regazo.

Lentamente se acercó a la puerta con cortos pasos perseguidos por ecos y con velocidad jaló el pomo de un tirón seco, cerrando de un golpe tan estrepitoso como tranquilizante.

Se quedó de pie, pegó su cabeza a la puerta y escuchó. No había nada que escuchar. Decidió –ya casi sin miedo- que había sido solo el viento y volvió a su silla para seguir viendo pasar la tarde por la ventana.

Nunca tuvo claro si la persona que tocó entonces en su puerta, lo hizo justo en seguida de que se sentara, o antes; o en otro momento mucho después, o incluso en otro día completamente diferente; pero igual. La monotonía juega malas pasadas.

 

“¿Quién es?” – preguntó. Esta vez mucho más tranquila y sin si quiera mirar atrás -pues irónicamente temía más a los espantos y fantasmas que a los mismos seres humanos o a lo que recordaba de ellos-. Un toc-toc casi inaudible lleno la habitación una vez más. “Pase” - dijo, con una voz suave y familiar. Al no hallar respuesta, dio vuelta intrigada, y vio como el pomo giraba, abriendo la puerta ligeramente y haciendo visible una pequeña parte del corredor.

Lo que vio en el corredor la obligó a acercarse a la puerta hipnotizada, sin pensar quien había tocado o si alguien había llegado a tocar en su puerta alguna vez. Abrió por completo y levantó la mirada perpleja. Las paredes húmedas, los pisos hundidos, el musgo y el vacío habían sido reemplazados por un tiempo en el que el papel de las paredes estaba aún seco, con sus diseños de ángeles en color rosa, que nunca fueron de su agrado, pero que ahora recordaba con nostalgia cuando encontraba sus pedazos sin color tirados aquí y allá. Los sofás que hedían a moho, ahora brillaban una vez más, frente a aquella televisión en blanco y negro que alguna vez había sido la envidia de los vecinos. La escalera recobró sus lustrosos escalones de roble, de los que su abuelo siempre se preciaba de haberlos cortado y pulido el mismo con sus manos, historia que su madre siempre había desmentido.

 

Al bajar su mirada encontró unos ojos muy negros que la miraban sin parpadear, unos ojos llenos de vida que no se parecían ya en nada a los suyos, aunque sabía que alguna vez había tenido unos iguales. Vio como la niña de ojos negros le ofreció su mano y la guió por el corredor sin decir nada, hasta aquella habitación a la que no había entrado en años.

No sabía si quería ver lo que había detrás de la puerta, así que se quedó sin moverse; la niña hizo lo mismo por un instante pero finalmente se decidió y abrió el cerrojo con mucho cuidado. Allí estaba Antonia, garrapateando con su crayón rojo en la pared, lo que parecían ser palabras en letra pegada, aunque no se podía dar por seguro.

Antonia giró su cabeza y allí estaban las dos paradas en el umbral, la niña con una sonrisa traviesa en su rostro y Ana con ojos atónitos. En principio, Antonia las observó con un gesto inquisitivo que poco a poco se transformó en palabras de reproche por interrumpirla y le exigió a la niña que se retirara pues sabía de antemano que no debía entrar cuando la puerta estaba cerrada y menos aún con desconocidos. La niña de ojos negros dio un paso atrás, pero Ana siguió en el umbral con un gesto callado.

Antonia se puso en pie y la miró directamente a los ojos desafiante -recordándole el mal humor que siempre la caracterizó- lo que la hacía aún más enternecedora. Un escalofrío corrió por su cuerpo mientras le reprochaba también a ella con palabras que no llegaron nunca a sus oídos, tan solo sus gestos le indicaban lo que sucedía.

Levantó su cabeza por un momento y miró fijamente a la ventana que había en la habitación, casi con rabia. No muy lejos se divisaban algunas colinas y un poco más cerca un lago de un azul profundo y silencioso. Justo frente a la ventana había un árbol poco robusto por el que Antonia solía escabullirse para ir al lago a ver atardecer. Cerró los ojos y vio dentro de sus párpados la última imagen que recordaba de esa habitación, una pequeña cama en un costado y algunos muñecos en la otra esquina, apenas vislumbrados por la poca luz que se colaba entre los maderos que habían sido martillados sobre la ventana.

Al abrir los ojos, con un extraño alivio, encontró que la niña de ojos negros estaba aún a su lado, y que las colinas también seguían ahí, aunque Antonia había desaparecido.

La niña jaló de su mano y le entregó un papel amarillo que decía en palabras apenas inteligibles: “¿Adivina dónde estoy?”. Ana entendió que no había nada allí para ella y cerró la puerta.

Asomó su cabeza hacia el primer piso; allí estaba la vieja niñera –de la que ya no podía recordar su nombre- sentada en el sillón, a punto de quedarse dormida. Dos niñas eran demasiado para cuidar a su edad y la mayor parte del tiempo lo pasaba descansado o viendo novelas. Sin hacer ruido, bajó las escaleras y cruzó tras ella sin ser vista, en dirección a la habitación de su madre, pero la niña de ojos negros tiró de su brazo en dirección contraria, llamando su atención.

La niña abrió la puerta principal de la casa, por la que entró una bocanada de aire tan fuerte que tumbó el arreglo de flores que estaba sobre la mesa del comedor, dejó las lámparas del techo girando en vaivén y tiró al piso algunas de las figuras de ballet de porcelana que reposaban de su baile sobre el televisor. La niñera pareció no sentir ni el viento, ni el ruido, y no vio –o no quiso ver- una de las muñecas romperse en pedazos, por el contrario parecía sumida en un estado de inconsciencia. Ana se acercó rápidamente a la puerta para cerrarla pero al mirar hacia afuera vio un auto parqueando en la acera del frente. En la calle no había viento, era un día tranquilo de primavera.

 

Un hombre viejo bajó del auto con andar cansado, abrió el baúl y sacó una silla de ruedas. Se acercó lentamente a la puerta del asiento trasero ofreciendo su mano a la mujer que allí se encontraba. La mujer salió no con poca dificultad.

Su piel era lívida y su contextura delgada, había perdido todo signo de una antigua belleza que se esbozaba en sus finas facciones. Aunque los cortos y lentos pasos que dio para acercarse a la silla demostraban que físicamente podía caminar, algo aún más fuerte y etéreo le dictaba lo contrario. “No es necesario papá” dijo la mujer. Aunque permitió, con alivio, que el hombre la ayudara a sentarse y se dejó llevar en dirección a la casa.

La niña de ojos negros soltó la mano de Ana y salió corriendo en dirección a la mujer triste y la abrazó, pero ella no reaccionó, siguió mirando al frente, absorta y perdida. La niña miro al hombre con un gesto confuso. “Sólo necesita dormir un poco, va a estar bien, te lo prometo” – dijo el hombre viejo, aunque a su edad sabía bien que promesas de este tipo era mejor no hacerlas. La niña tomó la mano del viejo y todos caminaron en dirección a la puerta lentamente con gesto callado.

Ana también se acercó a ellos; la mujer en la silla giró su cabeza por un momento y la miró. Ana se quedó sin saber qué hacer. “Ya me he enterado que corriste con mi misma suerte”, dijo la mujer con una voz suave y cansada. “Nunca vi en ti el menor rasgo de locura; ni aún en mí, pero ya ves lo que sucede cuando la vida no está de tu parte”. Ana miró a la mujer con una expresión dolorosa. “Al tomar la única decisión irrevocable que hay, decidí también tu camino y jamás me lo perdonaré, mi dulce Ana”. Como si el poco aliento que aún le quedaba se hubiera agotado por completo la mujer se quedó en silencio. Giró su cabeza en dirección a la casa y el grupo continuó como si Ana nunca hubiera estado allí.

Ana miró atrás esperando que la niña de los ojos negros hiciera lo mismo, para decirle adiós; pero no fue así. La puerta se cerró de repente. Por un momento se quedó perpleja al contemplar desde afuera aquella casa. Parecía un lugar feliz.

 

Miró hacia arriba, a la ventana de su habitación y se vio a sí misma, sentada con los ojos posados sobre el majestuoso árbol y el papel que la niña de ojos negros le había dado en las manos.

Sabía bien cuál era la respuesta a la pregunta que estaba en el papel. Antonia estaba rondando en los alrededores de aquel lago profundo. Viendo pasar los atardeceres como era su gusto.

Por un momento también pensó en su madre que estaría en cama, sin querer vivir nunca más. En la habitación del primer piso de una casa exactamente igual a esta, pero diferente.

Las tres tan cerca y a la vez tan lejos, separadas por la distancia infinita de la eternidad.

 

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